Algún momento del día puede aspirar a condensar la historia de toda una jornada. Un solo instante diurno (el del Foucault en Vigilar y castigar) resume habitualmente todo el itinerario del día de su pensamiento. Junto a su mediodía (sus célebres investigaciones sobre el poder), existe una mañana, su Historia de la Locura, Las palabras y las cosas y un instante matinal poco conocido de su obra: el pensamiento del afuera. Escalón del pensador galo preñado de reflexiones linguísticas. Y de la intuición de una otredad, de una realidad otra, inicial, primaria, anterior al discurso y las pretensiones de un conocimiento sistemático.
En su obra El pensamiento del afuera, Foucault medita según el ritmo del adentro y el afuera. Expresiones de dos planicies filosóficas para emplazar al sujeto y sus límites. El adentro es mapa y frontera del discurso, del conocimiento proposicional, terruño del sujeto que habla y se supone soberano de un mundo ordenable, transparente y cognoscible. El afuera, por contrapartida, es sitio fuera del lenguaje discursivo, ajeno a las cartografías del pensar racional. Lugar silencioso, exterior al sujeto que sólo puede ser visitado y explorado por la imagen literaria y el arte de altura simbólica. El afuera es mojón que indica la finitud de todo conocimiento racional, de toda episteme de aspiraciones totalizantes. A través del afuera, Foucault deviene pensador de lo a-lógico, de la andadura irracional, o pre-racional, de lo real.
El pensamiento del afuera es publicada por Foucault en 1966. Su índole inicial es una aproximación crítica a la obra de Maurice Blanchot. Pero el análisis de una obra particular se transforma en meditación sobre la universalidad del lenguaje y su voluntad de conocimiento. El lenguaje sólo admite la conciencia usurpada por las palabras. ¿Pero qué acontece cuando el hablar se suspende, cuando desaparece el "yo hablo", cuando pulula el silencio dentro de la mente callada? En ese instante, el lenguaje transgrede su interioridad y centellea como derramamiento o murmullo, casi inaudible, en un afuera infinito. En este territorio, el lenguaje es visitante efímero, no conquistador permanente. En el afuera hay un vacío para lo racional; acaso la realidad del silencio que se sustrae al sujeto y su deseo de saber conceptual.
En el comienzo de ese pensar del afuera nos encontraremos en Temakel con el texto de Foucault; una exhalación matinal poco entrevista habitualmente en la obra del pensador del poder y el saber en la modernidad.
Esteban Ierardo
EL PENSAMIENTO DEL AFUERA
Por Michel Foucault
La transición hacia un lenguaje en que el sujeto está excluido, la puesta al día de una incompatibilidad, tal vez sin recursos, entre la aparición del lenguaje en su ser y la consciencia de sí en su identidad, es hoy en día una experiencia que se anuncia en diferentes puntos de la cultura: en el mínimo gesto de escribir como en las tentativas por formalizar el lenguaje, en el estudio de los mitos y en el psicoanálisis, en la búsqueda incluso de ese Logos que es algo así como el acta de nacimiento de toda la razón occidental. Nos encontramos, de repente, ante una hiancia (una serie de hiatos) que durante mucho tiempo se nos había ocultado: el ser del lenguaje no aparece por sí mismo más que en la desaparición del sujeto. ¿Cómo tener acceso a esta extraña relación? Tal vez mediante una forma de pensamiento de la que la cultura occidental no ha hecho más que esbozar, en sus márgenes, su posibilidad todavía incierta. Este pensamiento que se mantiene fuera de toda subjetividad para hacer surgir como del exterior sus límites, enunciar su fin, hacer brillar su dispersión y no obtener más que su irrefutable ausencia, y que al mismo tiempo se mantiene en el umbral de toda positividad, no tanto para extraer su fundamento o su justificación, cuanto para encontrar el espacio en que se despliega, el vacío que le sirve de lugar, la distancia en que se constituye y en la que se esfuman, desde el momento en que es objeto de la mirada, sus certidumbres inmediatas -este pensamiento, con relación a la interioridad de nuestra reflexión filosófica y con relación a la positividad de nuestro saber, constituye lo que podríamos llamar en una palabra "el pensamiento del afuera". (1)
El pensador ya se ha acercado al pensar del afuera. ¿Pero dónde se halla su posible inicio, su gestación primera?:
... podría muy bien suponerse que tiene su origen en aquel pensamiento místico que, desde los textos del Seudo-Dionisio, ha estado merodeando por los confines del cristianismo: quizá se haya mantenido, durante un milenio más o menos, bajo las formas de una teología negativa.
Sin embargo, nada menos seguro: pues si en una experiencia semejante de lo que se trata es de ponerse "fuera de sí", es para volverse a encontrar al final, envolverse y recogerse en la interioridad resplandeciente de un pensamiento que es de pleno derecho Ser y Palabra, Discurso por lo tanto, incluso si es, más allá de todo lenguaje, silencio, más allá de todo ser, nada.
Es menos aventurado suponer que la primera desgarradura por donde el pensamiento del afuera se abre paso hacia nosotros, es paradójicamente en el monólogo insistente de Sade. En la época de Kant y de Hegel, en un momento en que la interiorización de la ley de la historia y del mundo era
imperiosamente requerida por la ciencia occidental como sin duda nunca lo había sido antes, Sade no deja que hable, como ley sin ley del mundo, más que la desnudez del deseo. Es por la misma época cuando en la poesía de Holderlin se manifiesta la ausencia resplandeciente de los dioses y se enunciaba como una ley nueva la obligación de esperar, sin duda hasta el infinito, la enigmática ayuda que proviene de la "ausencia de Dios". ¿Podría decirse sin exagerar que en el mismo momento, uno por haber puesto al desnudo en el murmullo infinito del discurso, y el otro por haber descubierto el subterfugio de los dioses en el defecto de un lenguaje en vías de perderse, Sade y Holderlin han depositado en nuestro pensamiento, para el siglo venidero, aunque en cierta manera cifrada, la experiencia del afuera? (2)
Sade y Holderlin son instantes en la intuición del afuera. Pero también en otros espíritus intempestivos puede hallarse las marcas de un viaje más allá del lenguaje replegado sobre sí mismo. Tal periplo se cristaliza en...
... en Nietzsche cuando descubre que toda la metafísica de Occidente está ligada no solamente a su gramática (cosa que ya se adivinaba en líneas generales desde Schlegel), sino a aquellos que, apropiándose del discurso, detentan el derecho a la palabra; en Mallarmé cuando el lenguaje aparece como el ocio de aquello que nombra, pero más aún -desde Igitur hasta la teatralidad autónoma y aleatoria del Libro-como el movimiento en el que desaparece aquel que habla; en Artaud, cuando todo el lenguaje discursivo está llamado a desatarse en la violencia del cuerpo y del grito, y que el pensamiento, abandonando la interioridad salmodiante de la conciencia, deviene material sufrimiento de la carne, persecución y desgarramiento del sujeto mismo; en Bataille, cuando el pensamiento, en lugar de ser discurso de la contradicción o del inconsciente, deviene discurso del límite, de la subjetividad quebrantada, de la transgresión; en Klossowski, con la experiencia del doble, de la exterioridad de los simulacros de la multiplicación y demente del Yo.
De este pensamiento, Blanchot tal vez no sea solamente uno más de sus testigos. Cuanto más se retire en la manifestación de su obra, cuanto más esté, no ya oculto por sus textos, sino ausente de su existencia y ausente por la fuerza maravillosa de su existencia, tanto más representa para nosotros este pensamiento mismo-la presencia real, absolutamente lejana, centelleante, invisible, la suerte necesaria, la ley inevitable, el vigor tranquilo, infinito, mesurado de este pensamiento mismo. (3)
(*) Fuente: Todas las citas de Michel Foucault, El pensamiento del afuera, (traducción Manuel Arranz Lázaro), Valencia, Ed. Pre-Textos.
sábado, 14 de agosto de 2010
jueves, 12 de agosto de 2010
Hugo Mujica
Nos encontramos con Hugo Mujica en su morada. Un hogar henchido de madera y de anaqueles habitados por cientos de libros. El hechizo de un clima introspectivo rápido nos predispuso al resplandor compartido del diálogo. Hugo Mujica es un poeta argentino, autor de Paraíso vacío, Para albergar una ausencia, Flecha de niebla y otras obras poéticas. También de su pluma nació su ensayo poético en torno al pensar heideggeriano: La palabra inicial. En Temakel, ya hemos editado su poema Retorno a lo sagrado junto con las magníficas fotografías de árboles de Rubén Sotera. Con Mujica, entre los collares de las preguntas y las respuestas, invocamos los rubíes de la poesía y lo sagrado; el lenguaje y sus atavíos menos habituales; la imagen poética y su afinidad con el cine y la música. Con Mujica intentamos cincelar árboles de cuarzo en cuyas copas entrevimos como algo cercano, y al mismo tiempo oculto, distante, la emergencia del decir poético y la creación trascendente.
EI: Siempre me pregunto cómo abrirse a la dimensión de lo sagrado dentro de un mundo técnico y profano. En tu caso personal, ¿cómo percibís el palpitar de la sacralidad en tu obra?
HM: Escribo sin intención y, en cuanto a lo sagrado, es aquello a lo que uno no puede acercarse, sino dejarlo venir. Yo escribo y espero que en ese escribir se abra más de lo que abren las palabras. Y en ese acontecimiento del abrirse, quizá sea un contacto con eso más inaugural que es lo sagrado y que no lo abarca el arte. La posibilidad del arte es simplemente el estar ahí en ese momento inaugural que llamamos creación y cuyo acontecimiento es la obra.
EI: Platón sostenía que el deseo es producto de una carencia. El deseo busca unirse con algo ausente... la sabiduría en el caso del filósofo; o los deseos instintivos insatisfechos, en el caso de Nietzsche o Freud o Lacan. Detrás del deseo siempre late la carencia. El hecho de dejarse encontrar por la palabra poética, ¿es producto de una carencia o de una sobreabundancia? ¿Es consecuencia de una suerte de desmesura o de una necesidad de cubrir con la palabra poetizante esa ausencia que nunca se puede cubrir?
HM: No; yo creo que plantearse que el deseo es carencia es plantearlo desde una plenitud, y yo no creo que exista la plenitud por un lado y la carencia por otro. Yo creo que el estado de carencia no es carencia, sino despliegue. No es ni plenitud ni carencia. La aceptación de nuestra finitud como posibilidad de un posible despliegue. Eso creo que es el deseo.
EI: En tu pensar en la frontera entre poesía y filosofia, Heidegger y Levinas son dos pensadores que convocan fuertemente tu interés. ¿Qué diferencias pueden ser pensadas en el acercamiento al ser consumadas por Heidegger y Levinas?
HM: Desde la lectura que Levinas tiene de Heidegger, este último continúa en una totalidad cerrada, aunque esa totalidad sea el ser. Y precisamente la propuesta de Levinas es la salida del ser, o sea del in-terés. El in-terés de estar dentro del ser. El desinterés sería la posibilidad de romper con una totalidad clausurada en sí misma que, según Levinas, propondría Heidegeger. La cuestión sería cómo salir del ser, cómo salir de Occidente o lo que llamamos Occidente. Esta salida Levinas la propone desde la posibilidad ética. La ética como la posibilidad de estar frente al otro sin la apropiación del otro. La posibilidad de ir sin volver, de conocer sin reflexión. Un ejemplo clásico que da Levinas de esto es Ulises. Ulises sale de Ítaca. Recorre tierras y mares. Tiene experiencia y vuelve de dónde partió, enriquecido; pero vuelve a su propio sí. Y la otra imagen que propone Levinas es la de Abraham. Abraham parte para no volver y va dónde no sabe. Uno es la circularidad del regreso, o sea, el yo que sale para conquistar y retornar. Es el caso de Ulises. El otro es la vía de Abraham: la posibilidad del conocimiento que no es como reflexión sino la de entregarse a lo desconocido.
EI: Detrás de este pensar de Levinas en torno a la ética, ¿no hay un anhelo de recuperar lo ético como un obrar y no un sistema de proposiciones? Digo esto recordando la conferencia que Wittgenstein dictó bajo la influencia de sus juveniles lecturas del Tolstoi que deseaba recuperar al cristianismo como un obrar. Para ese Wittgenstein la ética está más allá del lenguaje o de las proposiciones normativas. Es decir, que la ética sólo puede ser lo acontecido o lo experimentado, por lo tanto no lo nominado racionalmente. Ahora, sea como sea, en el obrar ético la voluntad está en el centro de la acción. Apelando a mi libertad debo decidir el acto bueno o el malo. Pero, en el caso del poeta, ¿éste no debe sacrificar esa centralidad de la voluntad que hay en lo ético para así dejarse visitar por un decir poético que le es dado?
HM: Sí, así se da el hecho poético. Hay siempre una dimensión de no voluntariedad que se puede llamar: las musas, los dioses, el Dios, el inconsciente, lo que quieras. Pero siempre lo que aflora es eso que no es un acto consciente de la voluntad del que instaura, el poeta, sino de otra instancia, no sabemos qué, llamemos lo otro. Lo otro me da como don lo que llamaríamos la inspiración. O sea, yo recibo eso que voy a plasmar, pero lo recibo plasmándolo, porque ahí hay un acto dónde se pierde el sujeto y el objeto. Es decir: yo recibo la inspiración pero la recibo al concretarla como hecho; y, sin embargo, eso que no entra en las palabras, que parece una circularidad, eso es lo que de alguna forma sigue estando presente en el poema como poesía. La vida misma supone un recibir. Yo plasmo la vida que recibí y la recibo plasmándola. El acto creador no hace más que reproducir el acto generador de vida. Yo soy la donación de mí, y al decir eso estoy dándole forma a esa donación y haciéndola ser. Pero siempre hay un recibir, y un plasmar después esa recepción. Así es la vida; así es como apareció en cada uno de nosotros.
EI: Solemos pensar que el don que recibe el poeta es un decir profundo, palabras que dicen lo lo inicial, lo primero. ¿Qué ocurría si en un momento de su experiencia el poeta percibe que lo más originario no es la palabra sino un silencio anterior a las palabras? En ese caso, sus viejas palabras, ¿por qué podrían ser sustituidas?
HM: Primero, no creo que el poeta tenga que callar. No me gusta esa dualidad como que de un lado estuviera el silencio y del otro la expresión. Más allá de las palabras, los símbolos o los signos, la dimensión última de la realidad es expresión. Por lo tanto la expresión de la belleza es ruptura del silencio. Por eso yo no creo en un momento donde se haya que callar o que el silencio sea la dimensión última. Todo es un flujo y reflujo y la dimensión última es que la realidad, Dios, lo otro o como quieras es expresión. Y nosotros somos lo expresado por eso, pero es una expresión que nunca termina por expresarse cabalmente. Por eso sigue todo.
EI: Heidegger, Lacan y otras posturas filosóficas y estéticas manifiestan que el lenguaje es una intancia anterior al yo y la conciencia humanas. Se me ocurre imaginar: ¿cuál sería el destino del lenguaje si lo pensaramos totalmente desligado de la palabra del poeta o del hombre como tal? ¿Cómo sería un lenguaje sin hombres que hablen?
HM: Esa es una pregunta ociosa porque desde el momento en que la formulás con lenguaje, te das cuenta que la vas a contestar con lenguaje. O sea, no nos es dado a nosotros la perspectiva que vos señalás, porque por más que la digamos, la nombramos siempre. El hombre no puede estar sin nombrar, en eso constituye lo humano y si no seríamos como animales. No es ni mejor ni peor, es la especificidad humana. El pájaro no sería pájaro si no vuela. Nosotros no seríamos hombres si no nombráramos. En nosotros se nos dice la palabras, es el lugar donde existe el lenguaje, como en las montañas existen las alturas. En el hombre se da eso único que no es sólo nombrar, sino el saber que nombra, eso que se llama reflexión. Yo digo la pared y en la palabra hay una pared. El hombre es el lugar dónde las cosas se pueden decir.
EI: En un comienzo, poesía y música eran un solo arte. Ahora, nosotros vivimos bajo la idea de la división social del trabajo y la división de las artes. Suponiendo que fueran dos dimensiones autónomas, ¿dónde está realmente la diferencia? ¿Hay una diferencia real entre el decir o el nombrar poético y el nombrar sin palabra de la melodía o de la armonía musical?
HM: Pienso que, aunque la música es muchísimo más universal que la poesía, la música, lo mismo que la poesía, sigue siendo un nombrar. Es decir, nosotros no podemos escuchar música sin de alguna forma nombrar aunque sea el placer que suscita. Si no lo hacemos así no sabríamos que estamos escuchando música. Nosotros, para ser nosotros, tenemos que ir haciendo propio lo que acontece. Entonces hasta la música nos puede sacar una exclamación, y esa exclamación es la que humaniza el acontecimiento de la música, que de por sí es hasta un lenguaje quizá más estricto que la gramática.
EI: Heidegger siempre admiró a Meister Eckhart, un teólogo alemán del medioevo, representante de la mística negativa. Es decir, de una actitud ante lo divino según la cual la divinidad siempre es innombrable. ¿El cristianismo medieval era conciente de esta divinidad impronunciable o esta conciencia de una divinidad intrasmisible se reduce a excepciones, virtualmente herética, como la de Eckhart?
HM: Santo Tomás tuvo la certeza de la divinidad como realidad impronunciable. Cuando termina la Suma teológica, tiene una experiencia de Dios que no la registra mayormente. Luego, le pide permiso a su superior para quemar toda su obra. El pedido le es negado. Dicho esto, él muere muy poco tiempo después, muere quemado por la experiencia que había tenido. Pero él quiere quemar su obra, se da cuenta que todo eso no era nada, él dice que era paja. Sin embargo, por otro lado, su Suma teológica, esa infinita catedral medieval de las ideas, era un kohan que le permitió trascender su propia obra. Por eso quiso quemarla. Porque primero atravesó su obra, el discurso, y después fue más allá. En vez de eliminar la obra, el discurso, Santo Tomás la atravesó. En vez de hacer el camino del despojo, hizo el camino de la construcción. Santo Tomás vio todo esto con claridad. Lo que ocurre es que después todos los demás imitaron su obra y no el lugar al que lo llevó esa obra.
EI: En cuanto al cine, ¿cuál es tu postura?
HM: En general, yo pienso que todo tiene su parte mercancía y su parte creativa. Y creo que hay un cine que es creativo y otro que es mercancía, como hay literatura y hay best sellers. Eso está en todos los ámbitos. Lo que sucede es que como el cine es lo más masivo es donde más se muestra esta dualidad. Lo que pasa es que ya el cine desde su origen vino marcado por la modernidad, porque apareció como industria del cine.
EI: ¿Cuál sería el lugar real, o un posible encuentro entre la poesía como un nombrar lingüístico y la poesía como imagen?
HM: El cine es el único arte que se manifiesta plenamente en el tiempo. Digo, que no está basado en el ser y sus leyes, sino en el devenir y su despliegue. El cine como arte es el espejo de la suma de lo que el hombre fue entendiendo por la realidad.
EI: ¿Cuál es tu relacion con la poética visual de grandes cineastas como Andrei Tarcovsky o el danés Lars von Trier?
HM: Yo precisamente creo que lo que más me llega es lo que menos puedo tematizar. Creo que Tarkovsky me sitúa ante el asombro y lo abierto. Frente a su cine, uno se percata que está aconteciendo lo sagrado. Genera el comunicarte con una dimensión que no es accesible cotidianamente. Que puede ser lo sagrado como es en él o puede ser lo terrible como es en Lars von Trier, en Contra viento y marea, Los idiotas y Bailarín en la oscuridad. Von Thiers hace una trilogía del bien. Lo más claro es que él va a una dimensión del bien que para uno se vuelve angustia. Lars von Trier logra una dimensión que nadie hasta ahora había atravesado y lo había mostrado. Muestra lo terrible del bien, es decir, hasta dónde se puede ser bueno y volverse terrible. Entonces creo que el arte tiene eso, la posibilidad de extender lo ya visto o lo ya vivido hasta ahora y mostrarlo.
EI: Siempre me pregunto cómo abrirse a la dimensión de lo sagrado dentro de un mundo técnico y profano. En tu caso personal, ¿cómo percibís el palpitar de la sacralidad en tu obra?
HM: Escribo sin intención y, en cuanto a lo sagrado, es aquello a lo que uno no puede acercarse, sino dejarlo venir. Yo escribo y espero que en ese escribir se abra más de lo que abren las palabras. Y en ese acontecimiento del abrirse, quizá sea un contacto con eso más inaugural que es lo sagrado y que no lo abarca el arte. La posibilidad del arte es simplemente el estar ahí en ese momento inaugural que llamamos creación y cuyo acontecimiento es la obra.
EI: Platón sostenía que el deseo es producto de una carencia. El deseo busca unirse con algo ausente... la sabiduría en el caso del filósofo; o los deseos instintivos insatisfechos, en el caso de Nietzsche o Freud o Lacan. Detrás del deseo siempre late la carencia. El hecho de dejarse encontrar por la palabra poética, ¿es producto de una carencia o de una sobreabundancia? ¿Es consecuencia de una suerte de desmesura o de una necesidad de cubrir con la palabra poetizante esa ausencia que nunca se puede cubrir?
HM: No; yo creo que plantearse que el deseo es carencia es plantearlo desde una plenitud, y yo no creo que exista la plenitud por un lado y la carencia por otro. Yo creo que el estado de carencia no es carencia, sino despliegue. No es ni plenitud ni carencia. La aceptación de nuestra finitud como posibilidad de un posible despliegue. Eso creo que es el deseo.
EI: En tu pensar en la frontera entre poesía y filosofia, Heidegger y Levinas son dos pensadores que convocan fuertemente tu interés. ¿Qué diferencias pueden ser pensadas en el acercamiento al ser consumadas por Heidegger y Levinas?
HM: Desde la lectura que Levinas tiene de Heidegger, este último continúa en una totalidad cerrada, aunque esa totalidad sea el ser. Y precisamente la propuesta de Levinas es la salida del ser, o sea del in-terés. El in-terés de estar dentro del ser. El desinterés sería la posibilidad de romper con una totalidad clausurada en sí misma que, según Levinas, propondría Heidegeger. La cuestión sería cómo salir del ser, cómo salir de Occidente o lo que llamamos Occidente. Esta salida Levinas la propone desde la posibilidad ética. La ética como la posibilidad de estar frente al otro sin la apropiación del otro. La posibilidad de ir sin volver, de conocer sin reflexión. Un ejemplo clásico que da Levinas de esto es Ulises. Ulises sale de Ítaca. Recorre tierras y mares. Tiene experiencia y vuelve de dónde partió, enriquecido; pero vuelve a su propio sí. Y la otra imagen que propone Levinas es la de Abraham. Abraham parte para no volver y va dónde no sabe. Uno es la circularidad del regreso, o sea, el yo que sale para conquistar y retornar. Es el caso de Ulises. El otro es la vía de Abraham: la posibilidad del conocimiento que no es como reflexión sino la de entregarse a lo desconocido.
EI: Detrás de este pensar de Levinas en torno a la ética, ¿no hay un anhelo de recuperar lo ético como un obrar y no un sistema de proposiciones? Digo esto recordando la conferencia que Wittgenstein dictó bajo la influencia de sus juveniles lecturas del Tolstoi que deseaba recuperar al cristianismo como un obrar. Para ese Wittgenstein la ética está más allá del lenguaje o de las proposiciones normativas. Es decir, que la ética sólo puede ser lo acontecido o lo experimentado, por lo tanto no lo nominado racionalmente. Ahora, sea como sea, en el obrar ético la voluntad está en el centro de la acción. Apelando a mi libertad debo decidir el acto bueno o el malo. Pero, en el caso del poeta, ¿éste no debe sacrificar esa centralidad de la voluntad que hay en lo ético para así dejarse visitar por un decir poético que le es dado?
HM: Sí, así se da el hecho poético. Hay siempre una dimensión de no voluntariedad que se puede llamar: las musas, los dioses, el Dios, el inconsciente, lo que quieras. Pero siempre lo que aflora es eso que no es un acto consciente de la voluntad del que instaura, el poeta, sino de otra instancia, no sabemos qué, llamemos lo otro. Lo otro me da como don lo que llamaríamos la inspiración. O sea, yo recibo eso que voy a plasmar, pero lo recibo plasmándolo, porque ahí hay un acto dónde se pierde el sujeto y el objeto. Es decir: yo recibo la inspiración pero la recibo al concretarla como hecho; y, sin embargo, eso que no entra en las palabras, que parece una circularidad, eso es lo que de alguna forma sigue estando presente en el poema como poesía. La vida misma supone un recibir. Yo plasmo la vida que recibí y la recibo plasmándola. El acto creador no hace más que reproducir el acto generador de vida. Yo soy la donación de mí, y al decir eso estoy dándole forma a esa donación y haciéndola ser. Pero siempre hay un recibir, y un plasmar después esa recepción. Así es la vida; así es como apareció en cada uno de nosotros.
EI: Solemos pensar que el don que recibe el poeta es un decir profundo, palabras que dicen lo lo inicial, lo primero. ¿Qué ocurría si en un momento de su experiencia el poeta percibe que lo más originario no es la palabra sino un silencio anterior a las palabras? En ese caso, sus viejas palabras, ¿por qué podrían ser sustituidas?
HM: Primero, no creo que el poeta tenga que callar. No me gusta esa dualidad como que de un lado estuviera el silencio y del otro la expresión. Más allá de las palabras, los símbolos o los signos, la dimensión última de la realidad es expresión. Por lo tanto la expresión de la belleza es ruptura del silencio. Por eso yo no creo en un momento donde se haya que callar o que el silencio sea la dimensión última. Todo es un flujo y reflujo y la dimensión última es que la realidad, Dios, lo otro o como quieras es expresión. Y nosotros somos lo expresado por eso, pero es una expresión que nunca termina por expresarse cabalmente. Por eso sigue todo.
EI: Heidegger, Lacan y otras posturas filosóficas y estéticas manifiestan que el lenguaje es una intancia anterior al yo y la conciencia humanas. Se me ocurre imaginar: ¿cuál sería el destino del lenguaje si lo pensaramos totalmente desligado de la palabra del poeta o del hombre como tal? ¿Cómo sería un lenguaje sin hombres que hablen?
HM: Esa es una pregunta ociosa porque desde el momento en que la formulás con lenguaje, te das cuenta que la vas a contestar con lenguaje. O sea, no nos es dado a nosotros la perspectiva que vos señalás, porque por más que la digamos, la nombramos siempre. El hombre no puede estar sin nombrar, en eso constituye lo humano y si no seríamos como animales. No es ni mejor ni peor, es la especificidad humana. El pájaro no sería pájaro si no vuela. Nosotros no seríamos hombres si no nombráramos. En nosotros se nos dice la palabras, es el lugar donde existe el lenguaje, como en las montañas existen las alturas. En el hombre se da eso único que no es sólo nombrar, sino el saber que nombra, eso que se llama reflexión. Yo digo la pared y en la palabra hay una pared. El hombre es el lugar dónde las cosas se pueden decir.
EI: En un comienzo, poesía y música eran un solo arte. Ahora, nosotros vivimos bajo la idea de la división social del trabajo y la división de las artes. Suponiendo que fueran dos dimensiones autónomas, ¿dónde está realmente la diferencia? ¿Hay una diferencia real entre el decir o el nombrar poético y el nombrar sin palabra de la melodía o de la armonía musical?
HM: Pienso que, aunque la música es muchísimo más universal que la poesía, la música, lo mismo que la poesía, sigue siendo un nombrar. Es decir, nosotros no podemos escuchar música sin de alguna forma nombrar aunque sea el placer que suscita. Si no lo hacemos así no sabríamos que estamos escuchando música. Nosotros, para ser nosotros, tenemos que ir haciendo propio lo que acontece. Entonces hasta la música nos puede sacar una exclamación, y esa exclamación es la que humaniza el acontecimiento de la música, que de por sí es hasta un lenguaje quizá más estricto que la gramática.
EI: Heidegger siempre admiró a Meister Eckhart, un teólogo alemán del medioevo, representante de la mística negativa. Es decir, de una actitud ante lo divino según la cual la divinidad siempre es innombrable. ¿El cristianismo medieval era conciente de esta divinidad impronunciable o esta conciencia de una divinidad intrasmisible se reduce a excepciones, virtualmente herética, como la de Eckhart?
HM: Santo Tomás tuvo la certeza de la divinidad como realidad impronunciable. Cuando termina la Suma teológica, tiene una experiencia de Dios que no la registra mayormente. Luego, le pide permiso a su superior para quemar toda su obra. El pedido le es negado. Dicho esto, él muere muy poco tiempo después, muere quemado por la experiencia que había tenido. Pero él quiere quemar su obra, se da cuenta que todo eso no era nada, él dice que era paja. Sin embargo, por otro lado, su Suma teológica, esa infinita catedral medieval de las ideas, era un kohan que le permitió trascender su propia obra. Por eso quiso quemarla. Porque primero atravesó su obra, el discurso, y después fue más allá. En vez de eliminar la obra, el discurso, Santo Tomás la atravesó. En vez de hacer el camino del despojo, hizo el camino de la construcción. Santo Tomás vio todo esto con claridad. Lo que ocurre es que después todos los demás imitaron su obra y no el lugar al que lo llevó esa obra.
EI: En cuanto al cine, ¿cuál es tu postura?
HM: En general, yo pienso que todo tiene su parte mercancía y su parte creativa. Y creo que hay un cine que es creativo y otro que es mercancía, como hay literatura y hay best sellers. Eso está en todos los ámbitos. Lo que sucede es que como el cine es lo más masivo es donde más se muestra esta dualidad. Lo que pasa es que ya el cine desde su origen vino marcado por la modernidad, porque apareció como industria del cine.
EI: ¿Cuál sería el lugar real, o un posible encuentro entre la poesía como un nombrar lingüístico y la poesía como imagen?
HM: El cine es el único arte que se manifiesta plenamente en el tiempo. Digo, que no está basado en el ser y sus leyes, sino en el devenir y su despliegue. El cine como arte es el espejo de la suma de lo que el hombre fue entendiendo por la realidad.
EI: ¿Cuál es tu relacion con la poética visual de grandes cineastas como Andrei Tarcovsky o el danés Lars von Trier?
HM: Yo precisamente creo que lo que más me llega es lo que menos puedo tematizar. Creo que Tarkovsky me sitúa ante el asombro y lo abierto. Frente a su cine, uno se percata que está aconteciendo lo sagrado. Genera el comunicarte con una dimensión que no es accesible cotidianamente. Que puede ser lo sagrado como es en él o puede ser lo terrible como es en Lars von Trier, en Contra viento y marea, Los idiotas y Bailarín en la oscuridad. Von Thiers hace una trilogía del bien. Lo más claro es que él va a una dimensión del bien que para uno se vuelve angustia. Lars von Trier logra una dimensión que nadie hasta ahora había atravesado y lo había mostrado. Muestra lo terrible del bien, es decir, hasta dónde se puede ser bueno y volverse terrible. Entonces creo que el arte tiene eso, la posibilidad de extender lo ya visto o lo ya vivido hasta ahora y mostrarlo.
lunes, 9 de agosto de 2010
Jorge Luis Borges
Un hombre trabajado por el tiempo,
un hombre que ni siquiera espera la muerte
(las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur
de ser el primer inmortal),
un hombre que ha aprendido a agradecer
las modestas limosnas de los días:
el sueño, la rutina, el sabor del agua,
una no sospechada etimología,
un verso latino o sajón,
la memoria de una mujer que lo ha abandonado
hace ya tantos años
que hoy puede recordarla sin amargura,
un hombre que no ignora que el presente
ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal
y con el que fueron desleales,
puede sentir de pronto, al cruzar la calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la esperanza
sino de una antigua inocencia,
de su propia raíz o de un dios disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca,
porque hay razones más terribles que tigres
que le demostrarán su obligación
de ser un desdichado,
pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga.
Quizá en la muerte para siempre seremos,
cuando el polvo sea polvo,
esa indescifrable raíz,
de la cual para siempre crecerá,
ecuánime o atroz,
nuestro solitario cielo o infierno.
un hombre que ni siquiera espera la muerte
(las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur
de ser el primer inmortal),
un hombre que ha aprendido a agradecer
las modestas limosnas de los días:
el sueño, la rutina, el sabor del agua,
una no sospechada etimología,
un verso latino o sajón,
la memoria de una mujer que lo ha abandonado
hace ya tantos años
que hoy puede recordarla sin amargura,
un hombre que no ignora que el presente
ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal
y con el que fueron desleales,
puede sentir de pronto, al cruzar la calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la esperanza
sino de una antigua inocencia,
de su propia raíz o de un dios disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca,
porque hay razones más terribles que tigres
que le demostrarán su obligación
de ser un desdichado,
pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga.
Quizá en la muerte para siempre seremos,
cuando el polvo sea polvo,
esa indescifrable raíz,
de la cual para siempre crecerá,
ecuánime o atroz,
nuestro solitario cielo o infierno.
Jorge Luis Borges
Uno está enamorado cuando se da cuenta de que otra persona es única...
La belleza es ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica...
La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene...
La belleza es ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica...
La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene...
domingo, 8 de agosto de 2010
Gabriel García Márquez
A principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de San Ángel, en la Ciudad de México, para enviar a Buenos Aires los originales de Cien años de soledad. Era un paquete de quinientas noventa cuartillas escritas en máquina a doble espacio y en papel ordinario, y dirigido al director literario de la editorial Sudamericana, Francisco (Paco) Porrúa. El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales, y dijo:
-Son ochenta y dos pesos.
Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que llevaba en la cartera, y me enfrentó a la realidad:
-Sólo tenemos cincuenta y tres.
Tan acostumbrados estábamos a esos tropiezos cotidianos después de más de un año de penurias, que no pensamos demasiado la solución. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos a Buenos Aires sólo la mitad, sin preguntarnos siquiera cómo íbamos a conseguir la plata para mandar el resto. Eran las seis de la tarde del viernes y hasta el lunes no volvían a abrir el correo, así que teníamos todo el fin de semana para pensar.
Ya quedaban pocos amigos para exprimir y nuestras propiedades mejores dormían el sueño de los justos en el Monte de Piedad.Teníamos, por supuesto, la máquina portátil con la que había escrito la novela en más de un año de seis horas diarias, pero no podíamos empeñarla porque nos haría falta para comer. Después de un repaso profundo de la casa encontramos otras dos cosas apenas empeñables: el calentador de mi estudio, que ya debía valer muy poco, y una batidora que Soledad Mendoza nos había regalado en Caracas cuando nos casamos. Teníamos también los anillos matrimoniales, que sólo usamos para la boda y que nunca nos habíamos atrevido a empeñar porque se creía de mal agüero. Esta vez, Mercedes decidió llevarlos de todos modos como reserva de emergencia.
El lunes a primera hora fuimos al Monte de Piedad más cercano, donde ya éramos clientes conocidos, y nos prestaron -sin los anillos- un poco más de lo que nos faltaba. Sólo cuando empacábamos en el correo el resto de la novela caímos en la cuenta de que la habíamos mandado al revés: las páginas finales antes que las del principio. Pero a Mercedes no le hizo gracia, porque siempre ha desconfiado del destino.
-Lo único que falta ahora -dijo- es que la novela sea mala.
La frase fue la culminación perfecta de los dieciocho meses que llevábamos batallando juntos para terminar el libro en que fundaba todas mis esperanzas. Hasta entonces había publicado cuatro en siete años, por los cuales había percibido muy poco más que nada. Salvo por La mala hora, que obtuvo el premio de tres mil dólares en el concurso de la Esso Colombiana, y me alcanzaron para el nacimiento de Gonzalo, nuestro segundo hijo, y para comprar nuestro primer automóvil.
Vivíamos en una casa de clase media en las lomas de San Ángel Inn, propiedad del oficial mayor de la alcaldía, licenciado Luis Coudurier, que entre otras virtudes tenía la de ocuparse en persona del alquiler de la casa. Rodrigo, de seis años, y Gonzalo, de tres, tuvieron en ella un buen jardín para jugar mientras no fueron a la escuela. Yo había sido coordinador general de las revistas Sucesos y La familia, donde cumplí por un buen sueldo el compromiso de no escribir ni una letra en dos años. Carlos Fuentes y yo habíamos adaptado para el cine El Gallo de Oro, una historia original de Juan Rulfo que filmó Roberto Gavaldón. También con Carlos Fuentes había trabajado en la versión final de Pedro Páramo, para el director Carlos Velo. Había escrito el guión de Tiempo de morir, el primer largo metraje de Arturo Ripstein, y el de Presagio, con Luis Alcoriza. En las pocas horas que me sobraban hacía una buena variedad de tareas ocasionales -textos de publicidad, comerciales de televisión, alguna letra de canciones- que me daban suficiente para vivir sin prisas pero no para seguir escribiendo cuentos y novelas.
Sin embargo, desde hacía tiempo me atormentaba la idea de una novela desmesurada, no sólo distinta de cuanto había escrito hasta entonces, sino de cuanto había leído. Era una especie de terror sin origen. De pronto, a principios de 1965, iba con Mercedes y mis dos hijos para un fin de semana en Acapulco, cuando me sentí fulminado por un cataclismo del alma tan intenso y arrasador que apenas si logré eludir una vaca que se atravesó en la carretera. Rodrigo dio un grito de felicidad:
-Yo también cuando sea grande voy a matar vacas en la carretera.
No tuve un minuto de sosiego en la playa. El martes, cuando regresamos a México, me senté a la máquina para escribir una frase inicial que no podía soportar dentro de mí: 'Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo'. Desde entonces no me interrumpí un solo día, en una especie de sueño demoledor, hasta la línea final en que a Macondo se lo llevó el carajo.
En los primeros meses conservé mis mejores ingresos, pero cada vez me faltaba más tiempo para escribir tanto como quería. Llegué a trabajar de noche hasta muy tarde para cumplir con mis compromisos pendientes, hasta que la vida se me volvió imposible. Poco a poco fui abandonando todo hasta que la realidad insobornable me obligó a escoger sin rodeos entre escribir o morir.
No lo dudé, porque Mercedes -más que nunca- se hizo cargo de todo cuando acabamos de fatigar a los amigos. Logró créditos sin esperanzas con la tendera del barrio y el carnicero de la esquina. Desde las primeras angustias habíamos resistido a la tentación de los préstamos con interés, hasta que nos amarramos el corazón y emprendimos nuestra primera incursión al Monte de Piedad. Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto de la sección las examinó con un rigor de cirujano, pesó y revisó con su ojo mágico los diamantes de los aretes, las esmeraldas de un collar, los rubíes de las sortijas, y al final nos los devolvió con una larga verónica de novillero:
-¡Esto es puro vidrio!
Nunca tuvimos humor ni tiempo para averiguar cuándo fue que las piedras preciosas originales fueron sustituidas por culos de botellas, porque el toro negro de la miseria nos embestía por todos lados. Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el papel para la máquina de escribir. Tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática eran en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo. Mercedes se gastaba medio presupuesto doméstico en pirámides de resmas de papel que no duraban la semana. Ésta era quizás una de mis razones para no usar papel carbón.
Problemas simples como ése llegaron a ser tan apremiantes que no tuvimos ánimos para eludir la solución final: empeñar el automóvil recién comprado, sin sospechar que el remedio sería más grave que la enfermedad, porque aliviamos las deudas atrasadas, pero a la hora de pagar los intereses mensuales nos quedamos colgados del abismo. Por fortuna, nuestro amigo Carlos Medina, de vieja y buena data, se empeñó en pagarlos por nosotros, y no sólo los de un mes, sino de varios más, hasta que logramos rescatar el automóvil. Hace sólo unos años supimos que también él había tenido que empeñar uno de los suyos para pagar los intereses del nuestro.
Los mejores amigos se turnaban en grupos para visitarnos cada noche. Aparecían como por azar, y con pretextos de revistas y libros nos llevaban canastas de mercado que parecían casuales. Carmen y Álvaro Mutis, los más asiduos, me daban cuerda para que les contara el capítulo en curso de la novela. Yo me las arreglaba para inventarles versiones de emergencia, por mi superstición de que contar lo que estaba escribiendo espantaba a los duendes.
Carlos Fuentes, a pesar de su terror de volar en aquellos años, iba y venía por medio mundo. Sus regresos eran una fiesta perpetua para conversar de nuestros libros en curso como si fueran uno solo. María Luisa Elío, con sus vértigos clarividentes, y Jomi García Ascot, su esposo, paralizado por su estupor poético, escuchaban mis relatos improvisados como señales cifradas de la Divina Providencia. Así que nunca tuve dudas, desde sus primeras visitas, para dedicarles el libro. Además, muy pronto me di cuenta de que las reacciones y el entusiasmo de todos me iluminaban los desfiladeros de mi novela real.
Mercedes no volvió a hablarme de sus martingalas de créditos hasta marzo de 1966 -un año después de empezado el libro-, cuando debíamos tres meses de alquiler. Estaba hablando por teléfono con el dueño de la casa, como lo hacía con frecuencia para alentarlo en sus esperas, y de pronto tapó la bocina con la mano para preguntarme cuándo esperaba terminar el libro.
Por el ritmo que había adquirido en un año de práctica calculé que me faltaban seis meses. Mercedes hizo entonces sus cuentas astrales, y le dijo a su paciente casero sin el mínimo temblor de la voz:
-Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses.
-Perdone, señora -le dijo el propietario asombrado-. ¿Se da cuenta de que entonces será una suma enorme?
-Me doy cuenta -dijo Mercedes, impasible-, pero entonces lo tendremos todo resuelto. Esté tranquilo.
Al buen licenciado, uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido, tampoco le tembló la voz para contestar: 'Muy bien, señora, con su palabra me basta'. Y sacó sus cuentas mortales:
-La espero el siete de septiembre.
Se equivocó: no fue el siete, sino el cuatro, con el primer cheque inesperado que recibimos por los derechos de la primera edición.
Los meses restantes los vivimos en pleno delirio. El grupo de mis amigos más cercanos, que conocían bien la situación, nos visitaban con más frecuencia que antes, siempre cargados de milagros para seguir viviendo. Luis Alcoriza y su esposa austriaca, Janet Riesenfeld Dunning, no eran visitadores frecuentes, pero armaban en su casa pachangas históricas, con sus amigos sabios y las muchachas más bellas del cine. Muchas veces eran pretextos simples para vernos. Él era el único español que podía hacer fuera de España una paella igual a las de Valencia, y ella era capaz de mantenernos en vilo con sus artes de bailarina clásica. Los García Riera, locos del cine, nos arrastraban a su casa en la noche de los domingos y nos infundían la demencia feliz para afrontar la semana siguiente.
La novela estaba entonces tan avanzada que me daba el lujo de seguir enriqueciendo el argumento falso que improvisaba en las visitas de los amigos. Muchas veces escuché recitados por otros a los que nunca se los había contado, y me sorprendía de la velocidad con que crecían y se ramificaban de boca en boca.
A fines de agosto, de un día para otro, se me apareció a la vuelta de una esquina el final de la novela. No usaba papel carbón y no existían las fotocopiadoras de la esquina, de modo que era un solo original de unas dos mil cuartillas. Fue un manjar de dioses para Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, una de las buenas mecanógrafas de Manuel Barbachano Ponce en su castillo de Drácula para poetas y cineastas en la colonia Cuauhtémoc. En sus horas libres de varios años, Pera había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos. Entre ellas, La región más transparente, de Carlos Fuentes; Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y varios guiones originales de las películas de don Luis Buñuel. Cuando le propuse que me sacara en limpio la versión final de la novela, era un borrador acribillado de remiendos, primero en tinta negra y después en tinta roja para evitar confusiones. Pero eso no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos. No sólo aceptó el borrador por la curiosidad de leerlo, sino también que le pagara enseguida lo que pudiera y el resto cuando me pagaran los primeros derechos de autor.
Pera copiaba un capítulo semanal mientras yo corregía el siguiente con toda clase de enmiendas, con tintas de distintos colores para evitar confusiones, y no por el propósito simple de hacerla más corta, sino de llevarla a su mayor grado de densidad. Hasta el punto de que quedó reducida casi a la mitad del original.
Años después, Pera me confesó que, cuando llevaba a su casa la única copia del tercer capítulo corregido por mí, resbaló al bajarse del autobús con un aguacero diluvial y las cuartillas quedaron flotando en el cenagal de la calle. Las recogió empapadas y casi ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó en su casa con una plancha de ropa.
Mi mayor emoción de esos días fue un sábado en que no tuve listas las correcciones del siguiente capítulo, y llamé a Pera para decirle que se lo llevaba el lunes. Al cabo de un largo titubeo se atrevió a preguntarme si Aureliano Buendía se acostaría al fin con Remedios Moscote. Cuando le contesté que sí, soltó un suspiro de alivio.
-Bendito sea Dios -exclamó-; si no me lo hubiera dicho, no habría podido dormir hasta el lunes.
Nunca he sabido cómo fue que en esos días recibí una carta intempestiva de Paco Porrúa, -de quien nunca había oído hablar- en la que me solicitaba para la Editorial Sudamericana los derechos de mis libros, que conocía muy bien en sus primeras ediciones. Se me partió el corazón, porque todos estaban en distintas editoriales con contratos a largo plazo, y no sería fácil liberarlos. El único consuelo que se me ocurrió fue contestarle a Paco que estaba a punto de terminar una novela muy larga y sin compromisos, de la que en pocos días podía enviarle la primera copia terminada.
Paco Porrúa lo aceptó por telegrama, y a vuelta de correo me mandó un cheque de quinientos dólares como anticipo. Justo para los nueve meses de alquiler que nos habíamos comprometido a pagar por esos días y no encontrábamos cómo, por un mal cálculo mío para terminar la novela.
De todos modos, la limpia transcripción de Pera con tres copias en papel carbón estuvo lista en dos o tres semanas más. Álvaro Mutis fue el primer lector de la copia definitiva, aun antes de mandarla a la imprenta. Desapareció dos días, y al tercero me llamó con una de sus furias cordiales, al descubrir que mi novela no era en realidad la que yo contaba para entretener a los amigos y que él repetía encantado a los suyos.
-¡Usted me ha hecho quedar como un trapo, carajo! -me gritó-. Este libro no tiene nada que ver con el que nos contaba.
Luego, muerto de risa, me dijo:
-Menos mal que éste es mucho mejor.
No recuerdo si entonces tenía el título de la novela, ni dónde ni cuándo ni cómo se me ocurrió. Con ninguno de los amigos de entonces ni en ningún libro de tantos he podido precisarlo. Ni aun en el de mi hermano Eligio Gabriel, el más autorizado e intenso de cuantos se han publicado sobre el tema. Por fortuna, no ha de faltar algún historiador imaginativo que se encargue de inventarlo.
La copia que leyó Álvaro Mutis fue la que mandamos en dos partes por correo, y otra fue el respaldo que él mismo llevó poco después en uno de sus viajes a Buenos Aires. La tercera circuló en México entre los amigos que nos acompañaron en las duras. La cuarta fue la que mandé a Barranquilla para que la leyeran tres protagonistas entrañables de la novela: Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y Álvaro Cepeda, cuya hija Patricia la guarda todavía como un tesoro.
Cuando recibimos el primer ejemplar del libro impreso, en junio de 1967, Mercedes y yo rompimos el original acribillado que Pera utilizó para las copias. No se nos ocurrió pensar ni mucho menos que podía ser el más apreciable de todos, con el capítulo tercero apenas legible por la lluvia y por los hierros de aplanchar. Mi decisión no fue nada inocente ni modesta, sino que rompimos la copia para que nadie pudiera descubrir los trucos de mi carpintería secreta. Sin embargo, en alguna parte del mundo puede haber otras copias, y en especial las dos enviadas a la Editorial Sudamericana para la primera edición. Siempre pensé que Paco Porrúa -con todo su derecho- las había guardado como reliquia. Pero él lo ha negado, y su palabra es de oro.
Cuando la editorial me mandó la primera copia de las pruebas de imprenta, las llevé ya corregidas a una fiesta en casa de los Alcoriza, sobre todo para la curiosidad insaciable del invitado de honor, don Luis Buñuel, que tejió toda clase de especulaciones magistrales sobre el arte de corregir, no para mejorar, sino para esconder. Vi a Alcoriza tan fascinado por la conversación, que tomé la buena determinación de dedicarle las pruebas: Para Luis y Janet, una dedicatoria repetida pero que es la única verdadera: 'del amigo que más los quiere en este mundo'. Junto a la firma escribí la fecha: l967. La mención sobre la firma repetida y las comillas en la frase final se debían a una dedicatoria anterior que había firmado en un libro para los Alcoriza. Veintiocho años después, cuando Cien Años de Soledad había hecho su carrera, alguien recordó aquel episodio en la misma casa, y opinó que las pruebas con la dedicatoria valían una fortuna. Janet las sacó de su baúl y las exhibió en la sala, hasta que le hicieron la broma de que con eso podían salir de pobres. Alcoriza hizo entonces una escena muy suya, dándose golpes con ambos puños en el pecho, y gritando con su vozarrón bien impostado y su determinación carpetovetónica:
-¡Pues yo prefiero morirme antes que vender esta joya dedicada por un amigo!
Entre la justa ovación de todos, volví a sacar el mismo bolígrafo de la primera vez, que todavía conservaba, y escribí debajo de la dedicatoria de dieciocho años antes: Confirmado, 1985. Y volví a firmar como la primera vez: Gabo. Ése es el documento de 180 folios, con 1.026 correcciones de mi puño y letra, que será puesto en pública subasta el 21 de septiembre de este año en la Feria del Libro de Barcelona, sin participación ni beneficio alguno de mi parte.
Que no haya dudas de que es una operación legítima. Lo que ha desconcertado a algunos es por qué las galeradas originales estaban en mi poder, si debía haberlas devuelto a Buenos Aires para que introdujeran las correcciones finales en la primera edición. La verdad es que nunca las devolví corregidas de mi puño y letra, sino que mandé por correo la lista de las correcciones copiadas a máquina línea por línea, por temor de que el mamotreto se perdiera en la vuelta.
Luis Alcoriza murió en su ley en 1992, a los setenta y un años, en su retiro de Cuernavaca. Janet siguió allí, y murió seis años después, reducida a un pequeño núcleo de sus amigos fieles. Entre ellos, el más fiel de todos, Héctor Delgado, que los había adoptado como padres y se ocupó de ellos en las vacas flacas de la vejez, más y mejor que si hubieran sido los verdaderos. Antes de morir, ellos lo nombraron su heredero legítimo por disposición testamentaria. Lo único que me parece injusto de esta historia a la vez inverosímil y memorable es que Luis y Janet vivieran sus últimos años con cientos de miles de dólares guardados a salvo del tiempo y las polillas en el fondo del baúl, por la invencible dignidad ibérica de no vender el regalo del amigo que más los quiso en este mundo.
-Son ochenta y dos pesos.
Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que llevaba en la cartera, y me enfrentó a la realidad:
-Sólo tenemos cincuenta y tres.
Tan acostumbrados estábamos a esos tropiezos cotidianos después de más de un año de penurias, que no pensamos demasiado la solución. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos a Buenos Aires sólo la mitad, sin preguntarnos siquiera cómo íbamos a conseguir la plata para mandar el resto. Eran las seis de la tarde del viernes y hasta el lunes no volvían a abrir el correo, así que teníamos todo el fin de semana para pensar.
Ya quedaban pocos amigos para exprimir y nuestras propiedades mejores dormían el sueño de los justos en el Monte de Piedad.Teníamos, por supuesto, la máquina portátil con la que había escrito la novela en más de un año de seis horas diarias, pero no podíamos empeñarla porque nos haría falta para comer. Después de un repaso profundo de la casa encontramos otras dos cosas apenas empeñables: el calentador de mi estudio, que ya debía valer muy poco, y una batidora que Soledad Mendoza nos había regalado en Caracas cuando nos casamos. Teníamos también los anillos matrimoniales, que sólo usamos para la boda y que nunca nos habíamos atrevido a empeñar porque se creía de mal agüero. Esta vez, Mercedes decidió llevarlos de todos modos como reserva de emergencia.
El lunes a primera hora fuimos al Monte de Piedad más cercano, donde ya éramos clientes conocidos, y nos prestaron -sin los anillos- un poco más de lo que nos faltaba. Sólo cuando empacábamos en el correo el resto de la novela caímos en la cuenta de que la habíamos mandado al revés: las páginas finales antes que las del principio. Pero a Mercedes no le hizo gracia, porque siempre ha desconfiado del destino.
-Lo único que falta ahora -dijo- es que la novela sea mala.
La frase fue la culminación perfecta de los dieciocho meses que llevábamos batallando juntos para terminar el libro en que fundaba todas mis esperanzas. Hasta entonces había publicado cuatro en siete años, por los cuales había percibido muy poco más que nada. Salvo por La mala hora, que obtuvo el premio de tres mil dólares en el concurso de la Esso Colombiana, y me alcanzaron para el nacimiento de Gonzalo, nuestro segundo hijo, y para comprar nuestro primer automóvil.
Vivíamos en una casa de clase media en las lomas de San Ángel Inn, propiedad del oficial mayor de la alcaldía, licenciado Luis Coudurier, que entre otras virtudes tenía la de ocuparse en persona del alquiler de la casa. Rodrigo, de seis años, y Gonzalo, de tres, tuvieron en ella un buen jardín para jugar mientras no fueron a la escuela. Yo había sido coordinador general de las revistas Sucesos y La familia, donde cumplí por un buen sueldo el compromiso de no escribir ni una letra en dos años. Carlos Fuentes y yo habíamos adaptado para el cine El Gallo de Oro, una historia original de Juan Rulfo que filmó Roberto Gavaldón. También con Carlos Fuentes había trabajado en la versión final de Pedro Páramo, para el director Carlos Velo. Había escrito el guión de Tiempo de morir, el primer largo metraje de Arturo Ripstein, y el de Presagio, con Luis Alcoriza. En las pocas horas que me sobraban hacía una buena variedad de tareas ocasionales -textos de publicidad, comerciales de televisión, alguna letra de canciones- que me daban suficiente para vivir sin prisas pero no para seguir escribiendo cuentos y novelas.
Sin embargo, desde hacía tiempo me atormentaba la idea de una novela desmesurada, no sólo distinta de cuanto había escrito hasta entonces, sino de cuanto había leído. Era una especie de terror sin origen. De pronto, a principios de 1965, iba con Mercedes y mis dos hijos para un fin de semana en Acapulco, cuando me sentí fulminado por un cataclismo del alma tan intenso y arrasador que apenas si logré eludir una vaca que se atravesó en la carretera. Rodrigo dio un grito de felicidad:
-Yo también cuando sea grande voy a matar vacas en la carretera.
No tuve un minuto de sosiego en la playa. El martes, cuando regresamos a México, me senté a la máquina para escribir una frase inicial que no podía soportar dentro de mí: 'Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo'. Desde entonces no me interrumpí un solo día, en una especie de sueño demoledor, hasta la línea final en que a Macondo se lo llevó el carajo.
En los primeros meses conservé mis mejores ingresos, pero cada vez me faltaba más tiempo para escribir tanto como quería. Llegué a trabajar de noche hasta muy tarde para cumplir con mis compromisos pendientes, hasta que la vida se me volvió imposible. Poco a poco fui abandonando todo hasta que la realidad insobornable me obligó a escoger sin rodeos entre escribir o morir.
No lo dudé, porque Mercedes -más que nunca- se hizo cargo de todo cuando acabamos de fatigar a los amigos. Logró créditos sin esperanzas con la tendera del barrio y el carnicero de la esquina. Desde las primeras angustias habíamos resistido a la tentación de los préstamos con interés, hasta que nos amarramos el corazón y emprendimos nuestra primera incursión al Monte de Piedad. Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto de la sección las examinó con un rigor de cirujano, pesó y revisó con su ojo mágico los diamantes de los aretes, las esmeraldas de un collar, los rubíes de las sortijas, y al final nos los devolvió con una larga verónica de novillero:
-¡Esto es puro vidrio!
Nunca tuvimos humor ni tiempo para averiguar cuándo fue que las piedras preciosas originales fueron sustituidas por culos de botellas, porque el toro negro de la miseria nos embestía por todos lados. Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el papel para la máquina de escribir. Tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática eran en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo. Mercedes se gastaba medio presupuesto doméstico en pirámides de resmas de papel que no duraban la semana. Ésta era quizás una de mis razones para no usar papel carbón.
Problemas simples como ése llegaron a ser tan apremiantes que no tuvimos ánimos para eludir la solución final: empeñar el automóvil recién comprado, sin sospechar que el remedio sería más grave que la enfermedad, porque aliviamos las deudas atrasadas, pero a la hora de pagar los intereses mensuales nos quedamos colgados del abismo. Por fortuna, nuestro amigo Carlos Medina, de vieja y buena data, se empeñó en pagarlos por nosotros, y no sólo los de un mes, sino de varios más, hasta que logramos rescatar el automóvil. Hace sólo unos años supimos que también él había tenido que empeñar uno de los suyos para pagar los intereses del nuestro.
Los mejores amigos se turnaban en grupos para visitarnos cada noche. Aparecían como por azar, y con pretextos de revistas y libros nos llevaban canastas de mercado que parecían casuales. Carmen y Álvaro Mutis, los más asiduos, me daban cuerda para que les contara el capítulo en curso de la novela. Yo me las arreglaba para inventarles versiones de emergencia, por mi superstición de que contar lo que estaba escribiendo espantaba a los duendes.
Carlos Fuentes, a pesar de su terror de volar en aquellos años, iba y venía por medio mundo. Sus regresos eran una fiesta perpetua para conversar de nuestros libros en curso como si fueran uno solo. María Luisa Elío, con sus vértigos clarividentes, y Jomi García Ascot, su esposo, paralizado por su estupor poético, escuchaban mis relatos improvisados como señales cifradas de la Divina Providencia. Así que nunca tuve dudas, desde sus primeras visitas, para dedicarles el libro. Además, muy pronto me di cuenta de que las reacciones y el entusiasmo de todos me iluminaban los desfiladeros de mi novela real.
Mercedes no volvió a hablarme de sus martingalas de créditos hasta marzo de 1966 -un año después de empezado el libro-, cuando debíamos tres meses de alquiler. Estaba hablando por teléfono con el dueño de la casa, como lo hacía con frecuencia para alentarlo en sus esperas, y de pronto tapó la bocina con la mano para preguntarme cuándo esperaba terminar el libro.
Por el ritmo que había adquirido en un año de práctica calculé que me faltaban seis meses. Mercedes hizo entonces sus cuentas astrales, y le dijo a su paciente casero sin el mínimo temblor de la voz:
-Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses.
-Perdone, señora -le dijo el propietario asombrado-. ¿Se da cuenta de que entonces será una suma enorme?
-Me doy cuenta -dijo Mercedes, impasible-, pero entonces lo tendremos todo resuelto. Esté tranquilo.
Al buen licenciado, uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido, tampoco le tembló la voz para contestar: 'Muy bien, señora, con su palabra me basta'. Y sacó sus cuentas mortales:
-La espero el siete de septiembre.
Se equivocó: no fue el siete, sino el cuatro, con el primer cheque inesperado que recibimos por los derechos de la primera edición.
Los meses restantes los vivimos en pleno delirio. El grupo de mis amigos más cercanos, que conocían bien la situación, nos visitaban con más frecuencia que antes, siempre cargados de milagros para seguir viviendo. Luis Alcoriza y su esposa austriaca, Janet Riesenfeld Dunning, no eran visitadores frecuentes, pero armaban en su casa pachangas históricas, con sus amigos sabios y las muchachas más bellas del cine. Muchas veces eran pretextos simples para vernos. Él era el único español que podía hacer fuera de España una paella igual a las de Valencia, y ella era capaz de mantenernos en vilo con sus artes de bailarina clásica. Los García Riera, locos del cine, nos arrastraban a su casa en la noche de los domingos y nos infundían la demencia feliz para afrontar la semana siguiente.
La novela estaba entonces tan avanzada que me daba el lujo de seguir enriqueciendo el argumento falso que improvisaba en las visitas de los amigos. Muchas veces escuché recitados por otros a los que nunca se los había contado, y me sorprendía de la velocidad con que crecían y se ramificaban de boca en boca.
A fines de agosto, de un día para otro, se me apareció a la vuelta de una esquina el final de la novela. No usaba papel carbón y no existían las fotocopiadoras de la esquina, de modo que era un solo original de unas dos mil cuartillas. Fue un manjar de dioses para Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, una de las buenas mecanógrafas de Manuel Barbachano Ponce en su castillo de Drácula para poetas y cineastas en la colonia Cuauhtémoc. En sus horas libres de varios años, Pera había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos. Entre ellas, La región más transparente, de Carlos Fuentes; Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y varios guiones originales de las películas de don Luis Buñuel. Cuando le propuse que me sacara en limpio la versión final de la novela, era un borrador acribillado de remiendos, primero en tinta negra y después en tinta roja para evitar confusiones. Pero eso no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos. No sólo aceptó el borrador por la curiosidad de leerlo, sino también que le pagara enseguida lo que pudiera y el resto cuando me pagaran los primeros derechos de autor.
Pera copiaba un capítulo semanal mientras yo corregía el siguiente con toda clase de enmiendas, con tintas de distintos colores para evitar confusiones, y no por el propósito simple de hacerla más corta, sino de llevarla a su mayor grado de densidad. Hasta el punto de que quedó reducida casi a la mitad del original.
Años después, Pera me confesó que, cuando llevaba a su casa la única copia del tercer capítulo corregido por mí, resbaló al bajarse del autobús con un aguacero diluvial y las cuartillas quedaron flotando en el cenagal de la calle. Las recogió empapadas y casi ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó en su casa con una plancha de ropa.
Mi mayor emoción de esos días fue un sábado en que no tuve listas las correcciones del siguiente capítulo, y llamé a Pera para decirle que se lo llevaba el lunes. Al cabo de un largo titubeo se atrevió a preguntarme si Aureliano Buendía se acostaría al fin con Remedios Moscote. Cuando le contesté que sí, soltó un suspiro de alivio.
-Bendito sea Dios -exclamó-; si no me lo hubiera dicho, no habría podido dormir hasta el lunes.
Nunca he sabido cómo fue que en esos días recibí una carta intempestiva de Paco Porrúa, -de quien nunca había oído hablar- en la que me solicitaba para la Editorial Sudamericana los derechos de mis libros, que conocía muy bien en sus primeras ediciones. Se me partió el corazón, porque todos estaban en distintas editoriales con contratos a largo plazo, y no sería fácil liberarlos. El único consuelo que se me ocurrió fue contestarle a Paco que estaba a punto de terminar una novela muy larga y sin compromisos, de la que en pocos días podía enviarle la primera copia terminada.
Paco Porrúa lo aceptó por telegrama, y a vuelta de correo me mandó un cheque de quinientos dólares como anticipo. Justo para los nueve meses de alquiler que nos habíamos comprometido a pagar por esos días y no encontrábamos cómo, por un mal cálculo mío para terminar la novela.
De todos modos, la limpia transcripción de Pera con tres copias en papel carbón estuvo lista en dos o tres semanas más. Álvaro Mutis fue el primer lector de la copia definitiva, aun antes de mandarla a la imprenta. Desapareció dos días, y al tercero me llamó con una de sus furias cordiales, al descubrir que mi novela no era en realidad la que yo contaba para entretener a los amigos y que él repetía encantado a los suyos.
-¡Usted me ha hecho quedar como un trapo, carajo! -me gritó-. Este libro no tiene nada que ver con el que nos contaba.
Luego, muerto de risa, me dijo:
-Menos mal que éste es mucho mejor.
No recuerdo si entonces tenía el título de la novela, ni dónde ni cuándo ni cómo se me ocurrió. Con ninguno de los amigos de entonces ni en ningún libro de tantos he podido precisarlo. Ni aun en el de mi hermano Eligio Gabriel, el más autorizado e intenso de cuantos se han publicado sobre el tema. Por fortuna, no ha de faltar algún historiador imaginativo que se encargue de inventarlo.
La copia que leyó Álvaro Mutis fue la que mandamos en dos partes por correo, y otra fue el respaldo que él mismo llevó poco después en uno de sus viajes a Buenos Aires. La tercera circuló en México entre los amigos que nos acompañaron en las duras. La cuarta fue la que mandé a Barranquilla para que la leyeran tres protagonistas entrañables de la novela: Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y Álvaro Cepeda, cuya hija Patricia la guarda todavía como un tesoro.
Cuando recibimos el primer ejemplar del libro impreso, en junio de 1967, Mercedes y yo rompimos el original acribillado que Pera utilizó para las copias. No se nos ocurrió pensar ni mucho menos que podía ser el más apreciable de todos, con el capítulo tercero apenas legible por la lluvia y por los hierros de aplanchar. Mi decisión no fue nada inocente ni modesta, sino que rompimos la copia para que nadie pudiera descubrir los trucos de mi carpintería secreta. Sin embargo, en alguna parte del mundo puede haber otras copias, y en especial las dos enviadas a la Editorial Sudamericana para la primera edición. Siempre pensé que Paco Porrúa -con todo su derecho- las había guardado como reliquia. Pero él lo ha negado, y su palabra es de oro.
Cuando la editorial me mandó la primera copia de las pruebas de imprenta, las llevé ya corregidas a una fiesta en casa de los Alcoriza, sobre todo para la curiosidad insaciable del invitado de honor, don Luis Buñuel, que tejió toda clase de especulaciones magistrales sobre el arte de corregir, no para mejorar, sino para esconder. Vi a Alcoriza tan fascinado por la conversación, que tomé la buena determinación de dedicarle las pruebas: Para Luis y Janet, una dedicatoria repetida pero que es la única verdadera: 'del amigo que más los quiere en este mundo'. Junto a la firma escribí la fecha: l967. La mención sobre la firma repetida y las comillas en la frase final se debían a una dedicatoria anterior que había firmado en un libro para los Alcoriza. Veintiocho años después, cuando Cien Años de Soledad había hecho su carrera, alguien recordó aquel episodio en la misma casa, y opinó que las pruebas con la dedicatoria valían una fortuna. Janet las sacó de su baúl y las exhibió en la sala, hasta que le hicieron la broma de que con eso podían salir de pobres. Alcoriza hizo entonces una escena muy suya, dándose golpes con ambos puños en el pecho, y gritando con su vozarrón bien impostado y su determinación carpetovetónica:
-¡Pues yo prefiero morirme antes que vender esta joya dedicada por un amigo!
Entre la justa ovación de todos, volví a sacar el mismo bolígrafo de la primera vez, que todavía conservaba, y escribí debajo de la dedicatoria de dieciocho años antes: Confirmado, 1985. Y volví a firmar como la primera vez: Gabo. Ése es el documento de 180 folios, con 1.026 correcciones de mi puño y letra, que será puesto en pública subasta el 21 de septiembre de este año en la Feria del Libro de Barcelona, sin participación ni beneficio alguno de mi parte.
Que no haya dudas de que es una operación legítima. Lo que ha desconcertado a algunos es por qué las galeradas originales estaban en mi poder, si debía haberlas devuelto a Buenos Aires para que introdujeran las correcciones finales en la primera edición. La verdad es que nunca las devolví corregidas de mi puño y letra, sino que mandé por correo la lista de las correcciones copiadas a máquina línea por línea, por temor de que el mamotreto se perdiera en la vuelta.
Luis Alcoriza murió en su ley en 1992, a los setenta y un años, en su retiro de Cuernavaca. Janet siguió allí, y murió seis años después, reducida a un pequeño núcleo de sus amigos fieles. Entre ellos, el más fiel de todos, Héctor Delgado, que los había adoptado como padres y se ocupó de ellos en las vacas flacas de la vejez, más y mejor que si hubieran sido los verdaderos. Antes de morir, ellos lo nombraron su heredero legítimo por disposición testamentaria. Lo único que me parece injusto de esta historia a la vez inverosímil y memorable es que Luis y Janet vivieran sus últimos años con cientos de miles de dólares guardados a salvo del tiempo y las polillas en el fondo del baúl, por la invencible dignidad ibérica de no vender el regalo del amigo que más los quiso en este mundo.
sábado, 7 de agosto de 2010
Oscar Wilde
...
Oscar Wilde sabía frotar el diamante de la fantasía. Nacían entonces, de la piedra preciosa, resplandores de mitos, poesías y cuentos. Territorio propicio para el inofensivo entretenimiento según algunos. Pero, aquí, en realidad, en los cuentos de hadas de antaño, o en los que puede crear un escritor moderno, habita siempre un valle de símbolos profundos. En el "Gigante egoísta", tras la historia encantadora, borbotean intuiciones hondas sobre la dualidad humana: sobre el humano, mamífero pensante, teñido de mezquindad y estrechez y, aun así, capaz de redención y elevación.
En este momento de relatos fantásticos de Temakel, les presentamos esta radiación imaginativa de Wilde. El gigante del creador de "El retrato de Doran Gray", es en un comienzo la voluntad de posesión, el sujeto que amurralla su rico jardín para excluirlo de los otros. Signo del poder que posee, retiene, excluye, apresa soles dentro de su mano fría y oscura. Pero, el gigante constructor de murallas mezquinas se encuentra con la niñez. Une su destino con ella. Eso es el encuentro: fusión de destinos. Y recibe entonces el don, la oportunidad, de la transfiguración. Y sin comprenderlo, sin saberlo, el gigante desciende hasta el secreto de la infancia: un forma primaria de imaginar donde el mundo es ancho, sin soles prisioneros. Donde sólo habita la creación que regala. Ese mundo donde el poder egoísta nunca podrá construir sus fortalezas de dolor.
E.I
Y entonces...
Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños acostumbraban ir a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín grande y deleitoso, recubierto de suave y verde césped. Aquí y allá, entre la hierba, crecían hermosas flores, semejante a estrellas, y había doce melocotoneros que en primavera se llenaban de delicadas flores rosa y nácar y en otoño se cargaban de rico fruto. Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan dulcemente que los niños solían dejar sus juegos para escucharlos.
- ¡Qué felices somos aquí!- se gritaban unos a otros.
Un día el Gigante volvió. Había ido a visitar a su amigo el ogro de Cornualles y había permanecido con él durante siete años. Pasados estos siete años, había dicho ya todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y había resuelto volver a su propio castillo. Cuando llegó vio a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué estáis haciendo aquí? -gritó con una voz muy áspera; y los niños huyeron a todo correr.
-Mi jardín es mi jardín —dijo el Gigante—; eso lo puede comprender cualquiera, y no permitiré que nadie juegue en él, excepto yo mismo.
De modo que levantó todo alrededor una tapia muy alta y colocó un cartel que decía:
Prohibido el paso. Los infractores serán castigados.
Era un Gigante muy egoísta.
Los pobres niños no tenían ahora donde jugar. Intentaron hacerlo en la carretera, pero era muy polvorienta y estaba llena de duras piedras y no les gustó. Se acostumbraron a vagar alrededor de la alta tapia, hablando del hermoso jardín que había detrás.
-¡Qué felices éramos ahí! -se decían.
Después llegó la primavera y el campo entero se llenó de flores y pájaros. Sólo en el jardín del Gigante Egoísta seguía siendo invierno. Los pájaros no cantaban en él porque no había niños,
y los árboles se olvidaron de florecer.
Una vez, una hermosa flor asomó la cabeza entre el césped, pero cuando vio el cartel le dio tanta pena de los niños que volvió a deslizarse en la tierra y se durmió de nuevo. Los únicos que estaban a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La primavera se ha olvidado de este jardín -exclamaron-, así que viviremos aquí todo el año.
La nieve cubrió la hierba con su gran manto blanco y la escarcha pintó de plata todos los árboles. Después, invitaron al Viento Norte a que viniera con ellos, y el Viento Norte vino. Iba envuelto en pieles y se pasó todo el día rugiendo por el jardín y derribando las chimeneas.
-Este lugar es delicioso -dijo-; deberemos invitar al Granizo.
Llegó, pues, el Granizo. Todos los días tamborileaba sobre el tejado del castillo durante tres horas, hasta que rompió casi todas las pizarras, y luego corría y corría por el jardín lo más aprisa posible. Iba vestido de gris y su aliento era como hielo.
-No comprendo por qué tarda tanto en llegar la primavera -decía el Gigante Egoísta cuando se sentaba a la ventana y miraba su jardín frío y blanco-. Espero que el tiempo cambie.
Pero la primavera no llegó nunca, ni el verano tampoco. El otoño dio frutos dorados a todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
-Es demasiado egoísta-dijo.
De modo que allí fue siempre invierno, y el Viento Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailaban entre los árboles. Una mañana que el Gigante estaba despierto en la cama oyó una música encantadora. Era tan dulce a sus oídos que pensó que serían los músicos del Rey que pasaban. En realidad no era sino un jilguero que cantaba frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía a un pájaro cantar en su jardín, que le pareció aquella la música más hermosa del mundo. Entonces el granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento Norte dejó de rugir y hasta él llegó un perfume delicioso que penetraba por la abierta ventana.
-Me parece que por fin ha llegado la primavera -dijo el Gigante; y saltó de la cama y se asomó a mirar.
¿Qué fue lo que vio?
Vio un espectáculo maravilloso. A través de un agujero del muro habían entrado los niños y estaban sentados en las ramas de los árboles. En todos los árboles que el Gigante alcanzaba a ver había un chiquitín. Y los árboles estaban tan contentos al ver a los niños de vuelta que se habían cubierto de flores y, suavemente, balanceaban las ramas sobre sus cabezas. Volaban pájaros gorjeando alegremente y las flores se asomaban por el verde césped y se reían. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón seguía el invierno. Era el rincón más apartado jardín y en él había un niñito. Era tan pequeño que no alcanzaba a las ramas del árbol y daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol seguía completamente cubierto nieve y escarcha y el Viento Norte soplaba y rugía sobre él.
-¡Sube, niñito! -decía el árbol, e inclinaba sus ramas todo lo que podía; pero el niño era demasiado chiquito.
Y el Corazón del Gigante se conmovió al contemplarlo.
-¡Qué egoísta he sido! -dijo-: ahora sé por qué no venía aquí la primavera. Subiré a ese pobre niño a lo alto del árbol y después derribaré la pared, y mi jardín será para siempre el lugar de los niños.
Estaba realmente muy arrepentido de lo que había hecho.
Así pues, bajó las escaleras y abrió suavemente la puerta principal y salió al jardín. Pero cuando los niños le vieron se asustaron tanto que se escaparon todos y en el jardín se hizo otra vez invierno. Solamente el pequeñito no echó a correr, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que no vio llegar al Gigante. Y el Gigante se aproximó sin ruido hasta él, y le cogió suavemente en sus manos y le subió al árbol. Y el árbol floreció al momento y los pájaros vinieron a cantar en él, y el niñito tendió sus brazos y los echó al cuello del gigante y le besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo y con ellos volvió la primavera.
-El jardín es vuestro ahora, pequeños- dijo el Gigante.
Y cogiendo un pico enorme derribó la pared. Y a mediodía, ir al mercado, la gente se encontró al Gigante jugando con los niños en el más hermoso jardín que habían visto.
Jugaron todo el día y al oscurecer los niños fueron a despedirse del Gigante.
- ¿Pero dónde está vuestro compañerito? -dijo-; ¿el niño que subí al árbol?
El Gigante le quería más porque le había besado.
-No sabemos- contestaron los niños-; se ha ido.
-Tenéis que decirle que no deje de venir mañana- dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que no le habían visto nunca antes, y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños venían a jugar con el Gigante. Pero al chiquitín que el Gigante amaba no le volvieron a ver. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo hablaba de él.
-¡Cómo me gustaría volver a verle!- solía decir.
Pasaron los años y el Gigante se volvió viejo y débil. Ya no podía jugar, así que se sentaba en un gran sillón y miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -decía; pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de invierno, al levantarse, miró por la ventana. Ya no odiaba al invierno, porque sabía que era solamente que la primavera dormía y las flores estaban descansando.
De pronto, se frotó los ojos maravillado y miró y miró. Era, en verdad, un espectáculo maravilloso. En el rincón más apartado del jardín había un árbol enteramente cubierto de flores blancas. Sus ramas eran todas de oro y de ella colgaban frutos de plata y debajo estaba el niñito que él había querido tanto.
El Gigante bajó las escaleras lleno de alegría y se precipitó al jardín. Corriendo sobre el césped llegó junto al niño. Y cuando estuvo muy cerca, su rostro se enrojeció de ira y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a herirte?
Pues en las palmas de las manos del niño había señales de dos clavos, y señales de dos clavos había en sus piecitos.
-¿Quién se ha atrevido a herirte? -gritó el Gigante-; dímelo, para que coja mi gran espada y lo mate.
-¡No! -contestó el niño-; pues éstas son las heridas del amor.
-¿Quién eres tú? -dijo el Gigante, y un extraño temor le sobrecogió y se arrodilló delante del niño.
Y el niño sonrió al Gigante y le dijo:
-Tú me dejaste un día jugar en tu jardín; hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron aquella tarde se encontraron al Gigante muerto bajo el árbol, todo cubierto de flores blancas. (*)
(*) Fuente: Oscar Wilde, "El gigante egoísta"
Paulo Coelho
"La Quinta Montaña"
"Cuando quieres alguna cosa, todo el Universo conspira para que la consigas. Creo absolutamente en esto. No obstante, el acto de vivir el propio destino incluye una serie de etapas que exceden en mucho a nuestra comprensión, y cuyo objetivo es siempre reconducciones al camino de nuestra Leyenda Personal; o hacer que aprendamos las lecciones necesarias para cumplir el propio destino."
"Quizás porque nuestros padres se equivocaron y tengan miedo de que cometamos los mismos errores. O quizás nunca se equivocaron, y por lo tanto, no sabrán como ayudarnos cuando tengamos algún problema."
"Si mi alma no murió de hambre, aún tiene algo que decir. Y si tiene algo que decir, debo escucharla. Porque no tengo a nadie más con quien hablar."
"Era parte de tu aprendizaje. Cuando un hombre camina en dirección a su destino, se ve forzado muchas veces a cambiar su rumbo. Otras veces las circunstancias externas son más fuertes, y se ve obligado a acobardarse y ceder. Todo eso forma parte del aprendizaje.
Pero nadie puede perder de vista lo que quiere. Aunque en algunos momentos piense que el mundo y los demás son más fuertes. El secreto es éste: no desistir."
"Todo hombre tiene derecho a dudar de su tarea y a abandonarla de vez en cuando; lo único que no puede hacer es olvidarla. Quien no duda de sí mismo es indigno, porque confía ciegamente en su capacidad y peca de orgullo".
"Más difícil es definir un camino para sí mismo. Quien no hace una elección, muere a los ojos del Señor, aunque continúe respirando y caminando por las calles. Además -- continuó el ángel -- nadie muere. La Eternidad está con los brazos abiertos para todas las almas, y cada una continuará su tarea. Hay una razón para todo lo que se encuentra bajo el sol."
"No existe la tragedia, sino lo inevitable. Todo tiene su razón de ser: sólo necesitas saber distinguir lo que es pasajero de lo que es definitivo".
--¿Que es lo pasajero? -- preguntó Elías
--Lo inevitable.
--¿Y lo definitivo?
--Las lecciones de lo inevitable.
"Todas las batallas en la vida sirven para enseñarnos algo, inclusive aquellas que perdemos. Cuando crezcas descubrirás que ya defendiste mentiras, te engañaste a ti mismo o sufriste por tonterías. Si eres un buen guerrero, no te culparás por ello, pero tampoco dejarás que tus errores se repitan."
"No es fácil escuchar: en nuestras plegarias siempre procuramos decir dónde nos equivocamos y lo que nos gustaría que nos sucediera. Pero el Señor ya sabe todo esto, y a veces nos pide apenas que escuchemos lo que el Universo nos dice. Y que tengamos paciencia."
"Si tienes un pasado que no te deja satisfecho, olvídalo ahora. Imagina una nueva historia para tu vida y cree en ella. Concéntrate sólo en los momentos en que conseguiste lo que deseabas, y esta fuerza te ayudará a conseguir lo que deseas ahora."
"Un niño siempre puede enseñar tres cosas a un adulto: a ponerse contento sin motivo, a estar siempre ocupado con algo y a saber exigir con todas sus fuerzas aquello que desea."
"Un guerrero es siempre consciente de aquello por lo que vale la pena luchar. No entra en combates que no le interesan, y nunca pierde su tiempo en provocaciones.
Un guerrero acepta la derrota. No la trata como algo indiferente, ni intenta transformarla en victoria. Se amarga con el dolor de la pérdida, sufre con la indiferencia y se desespera con la soledad. Pero después de que pasa todo esto, lame sus heridas y recomienza todo otra vez. Un guerreo sabe que una guerra está compuesta por muchas batallas. Y sigue adelante."
"Las tragedias ocurren. Podemos descubrir la razón, culpar a otros, o imaginar qué diferentes habrían sido nuestras vidas sin ellas. Pero nada de esto tiene importancia: ya pasaron, y listo. A partir de ahí tenemos que olvidar el miedo que nos provocan e iniciar la reconstrucción."
"Muchas veces el Bien está disfrazado de Mal, pero continúa siendo el Bien, y forma parte del plan que Dios creó para la humanidad."
"Cuando quieres alguna cosa, todo el Universo conspira para que la consigas. Creo absolutamente en esto. No obstante, el acto de vivir el propio destino incluye una serie de etapas que exceden en mucho a nuestra comprensión, y cuyo objetivo es siempre reconducciones al camino de nuestra Leyenda Personal; o hacer que aprendamos las lecciones necesarias para cumplir el propio destino."
"Quizás porque nuestros padres se equivocaron y tengan miedo de que cometamos los mismos errores. O quizás nunca se equivocaron, y por lo tanto, no sabrán como ayudarnos cuando tengamos algún problema."
"Si mi alma no murió de hambre, aún tiene algo que decir. Y si tiene algo que decir, debo escucharla. Porque no tengo a nadie más con quien hablar."
"Era parte de tu aprendizaje. Cuando un hombre camina en dirección a su destino, se ve forzado muchas veces a cambiar su rumbo. Otras veces las circunstancias externas son más fuertes, y se ve obligado a acobardarse y ceder. Todo eso forma parte del aprendizaje.
Pero nadie puede perder de vista lo que quiere. Aunque en algunos momentos piense que el mundo y los demás son más fuertes. El secreto es éste: no desistir."
"Todo hombre tiene derecho a dudar de su tarea y a abandonarla de vez en cuando; lo único que no puede hacer es olvidarla. Quien no duda de sí mismo es indigno, porque confía ciegamente en su capacidad y peca de orgullo".
"Más difícil es definir un camino para sí mismo. Quien no hace una elección, muere a los ojos del Señor, aunque continúe respirando y caminando por las calles. Además -- continuó el ángel -- nadie muere. La Eternidad está con los brazos abiertos para todas las almas, y cada una continuará su tarea. Hay una razón para todo lo que se encuentra bajo el sol."
"No existe la tragedia, sino lo inevitable. Todo tiene su razón de ser: sólo necesitas saber distinguir lo que es pasajero de lo que es definitivo".
--¿Que es lo pasajero? -- preguntó Elías
--Lo inevitable.
--¿Y lo definitivo?
--Las lecciones de lo inevitable.
"Todas las batallas en la vida sirven para enseñarnos algo, inclusive aquellas que perdemos. Cuando crezcas descubrirás que ya defendiste mentiras, te engañaste a ti mismo o sufriste por tonterías. Si eres un buen guerrero, no te culparás por ello, pero tampoco dejarás que tus errores se repitan."
"No es fácil escuchar: en nuestras plegarias siempre procuramos decir dónde nos equivocamos y lo que nos gustaría que nos sucediera. Pero el Señor ya sabe todo esto, y a veces nos pide apenas que escuchemos lo que el Universo nos dice. Y que tengamos paciencia."
"Si tienes un pasado que no te deja satisfecho, olvídalo ahora. Imagina una nueva historia para tu vida y cree en ella. Concéntrate sólo en los momentos en que conseguiste lo que deseabas, y esta fuerza te ayudará a conseguir lo que deseas ahora."
"Un niño siempre puede enseñar tres cosas a un adulto: a ponerse contento sin motivo, a estar siempre ocupado con algo y a saber exigir con todas sus fuerzas aquello que desea."
"Un guerrero es siempre consciente de aquello por lo que vale la pena luchar. No entra en combates que no le interesan, y nunca pierde su tiempo en provocaciones.
Un guerrero acepta la derrota. No la trata como algo indiferente, ni intenta transformarla en victoria. Se amarga con el dolor de la pérdida, sufre con la indiferencia y se desespera con la soledad. Pero después de que pasa todo esto, lame sus heridas y recomienza todo otra vez. Un guerreo sabe que una guerra está compuesta por muchas batallas. Y sigue adelante."
"Las tragedias ocurren. Podemos descubrir la razón, culpar a otros, o imaginar qué diferentes habrían sido nuestras vidas sin ellas. Pero nada de esto tiene importancia: ya pasaron, y listo. A partir de ahí tenemos que olvidar el miedo que nos provocan e iniciar la reconstrucción."
"Muchas veces el Bien está disfrazado de Mal, pero continúa siendo el Bien, y forma parte del plan que Dios creó para la humanidad."
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